
Identidad, activismo y el curioso juego del respeto
He estado pensando mucho en esto. No es una idea que me haya venido de golpe, sino más bien una sensación que se ha ido acumulando con los años, en conversaciones con amigos, en reuniones de trabajo, en silencios incómodos y en risas compartidas. Me he descubierto observando cómo cambia la mirada de los demás según el modo en que presentamos quiénes somos. Y en ese ejercicio de observación —propio de quien vive entre el activismo y la vida profesional— he encontrado un contraste que merece ser contado, porque no me pertenece solo a mí, sino a muchos de nosotros.
A veces, cuando una persona del colectivo LGTBI se presenta ante la sociedad poniendo su orientación o identidad de género en el centro, lo que recibe no es respeto sino rechazo, odio o incluso agresiones. Esa identidad, que debería ser sinónimo de dignidad, se transforma queriendo el efecto contrario, en blanco fácil y un derrotero muy complicado de controlar. Sin embargo, cuando los mismos compañeros —o yo mismo— nos movemos en otros espacios, como la administración, las telecomunicaciones, el derecho o la medicina, descubrimos un efecto contrario: la identidad sexual se percibe como algo secundario. Se reconoce, pero no domina. Y en ese segundo plano es donde aparece el respeto. Pero... ¿Por qué ocurre este efecto tan curioso? ¿Será que lo que debería ser motivo de orgullo se convierte, según el contexto, en motivo de hostilidad?
En esos entornos profesionales, la identidad sexual se integra como una característica más, como el acento con el que hablas o la afición que compartes los viernes por la tarde. Está presente, pero no es la carta de presentación. Y ese matiz cambia por completo la reacción del otro. Porque, cuando alguien me reconoce primero como ingeniero de redes o como jurista, y solo después descubre que soy gay, la respuesta es de sorpresa natural, no de juicio. La identidad no desaparece —porque sería injusto e ingenuo pedir que desaparezca—, pero tampoco se convierte en el estandarte que todo lo condiciona. Ese equilibrio, que no es ni renuncia ni imposición, genera respeto. ¿Será que el respeto florece precisamente cuando la identidad deja de ser un grito y se convierte en una voz más dentro del coro?
Desde la antropología social, este fenómeno puede entenderse como un problema de encuadre. Cuando una persona llega a un grupo y se define exclusivamente por su identidad —“soy esto y necesito que lo respetes”—, quienes escuchan activan un mecanismo inconsciente de defensa: “esto no me concierne, esto es ajeno a mí”. La diferencia se percibe como distancia.
En cambio, cuando la identidad se revela como una dimensión más dentro de una vida compartida —en la mesa de trabajo, en la barra de un bar, en el banco del parque—, la reacción suele ser muy distinta: “esto también me concierne, porque lo comparto contigo”. El otro no se enfrenta a una muralla, sino que cruza un puente. ¿Será entonces que nos equivocamos cuando pensamos que la lucha consiste en mostrar la diferencia, cuando la clave es mostrar la semejanza?
La historia nos lo enseña. Rosa Parks no gritó quién era, se sentó en un autobús y defendió un principio universal. Mandela no habló de orgullo étnico, habló de reconciliación. Pedro Zerolo fue respetado porque supo hablar de ciudadanía y democracia, no solo de orientación sexual.
Y hoy, referentes cercanos a la juventud como Grande-Marlaska, Pablo Alborán, Màxim Huerta o incluso artistas como Bad Gyal y Jedet, han logrado conectar porque muestran que ser LGTBI no es un muro, sino un puente hacia nuevas formas de cultura, política y convivencia. Son identidades que no se imponen, se viven; y al vivirse se normalizan. ¿Entonces ell secreto está en transformar la identidad en un relato compartido y no en un arma defensiva?
He pensado mucho en cómo me ven los demás y en cómo me veo yo mismo. En el mundo de las telecomunicaciones, rara vez mi sexualidad ha sido tema de conversación. Allí soy el que resuelve problemas de red, el que coordina proyectos, el que aporta soluciones. Y en esa dinámica, mi identidad se percibe como una nota más dentro de una partitura mucho más amplia.
No es que pase desapercibida, ni mucho menos. Es que no genera fricción. El respeto que recibo no está basado en la tolerancia condescendiente —ese “te aguanto porque debo” que tanto hiere—, sino en la naturalidad de quien comparte conmigo un terreno común. Y esa naturalidad, paradójicamente, me hace sentir más libre, más dueño de mi identidad, que en aquellos espacios donde necesito levantar la voz para reclamarla. ¿Como es que la verdadera liberación ocurre cuando la identidad deja de necesitar defensa porque está ya integrada en el tejido de lo cotidiano?
Dandole vueltas a esto durante mucho tiempo creo entender que la identidad nunca debe ser escondida. Pero tampoco puede convertirse en un ariete. La experiencia nos enseña que el respeto verdadero no se conquista imponiendo quiénes somos, sino viviendo plenamente quiénes somos en todos los espacios donde ya estamos. El enemigo no es la visibilidad, sino la falta de integración de esa visibilidad en lo común.
La sociedad no progresa elevando el volumen de sus gritos, sino aprendiendo la música callada de la convivencia. Y convivir no es borrar la diferencia ni exaltarla como dogma, sino integrarla con la misma naturalidad con la que el vino acompaña al pan en la mesa. La identidad no puede ser el único plato servido: debe ser uno más en el banquete de lo humano, porque es en la variedad de sabores —y no en la imposición de uno solo— donde descubrimos la riqueza de nuestra condición y nuestra conexión ya compartida.
Las identidades que más perduran no son las que se imponen, sino las que se encarnan en la cotidianidad. La libertad, como la confianza, no se exige: se cultiva. Y esta es, quizá, la verdad más incómoda pero también más liberadora de todas.
Foto de mi querida Alzada