
Entre banderas y latidos: lo que significa ser activista LGTBI+
No recuerdo exactamente en qué momento me convertí en activista. No hubo un acto heroico ni una pancarta inaugural. No me desperté una mañana sintiendo que tenía una causa. Fue más bien un cúmulo de silencios, de ausencias, de miradas que no entendían, de manos que no estaban. Fue el día en que comprendí que había algo que dolía más que ser quien eres: tener que justificarlo.
Desde entonces, cada paso, cada palabra, cada gesto pequeño, se convirtió en una forma de estar presente. Y en ese estar, descubrí que el activismo no siempre grita, a veces susurra. No siempre se exhibe, a veces acompaña. No siempre se celebra, a veces consuela.
Y aunque las luces del Orgullo brillen como un estallido de libertad, para mí ese destello es solo la punta de un iceberg inmenso, profundo, cargado de trabajo invisible, de historias que no se ven, de batallas que se libran en silencio y de una convicción férrea: cambiar el mundo no empieza con grandes discursos, sino con gestos cercanos, humanos, transformadores.
Hay quien cree que ser activista LGTBI+ es aparecer en una carroza una vez al año y alzar una pancarta con frases bonitas. Y aunque sí, también estamos ahí —porque cada celebración es una conquista—, lo cierto es que el verdadero activismo no se vive solo entre batucadas y confeti. Se vive en el día a día. En el trabajo silencioso. En las renuncias, los madrugones, las reuniones interminables, las urgencias emocionales que llegan sin avisar, hay muchísima gestión aqui.
Ser activista es atender. Escuchar sin juicios. Mirar al otro con la intención de comprender, no de adoctrinar. Es saber que tu voz sirve, pero solo si primero usaste los oídos. Es política, sí. Pero no de despacho ni de protocolo. Es política de acera, de cercanía, de barrio. De saber que lo que construyes hoy con una persona puede replicarse en muchas más mañana.
Es acompañar a quien se siente solo sin esperar aplauso. Es tender puentes sin saber si alguien los cruzará. Es defender a quien no te conoce, pero que podría ser tú en otra historia. Es plantar una semilla de dignidad en cada espacio que habitas, aunque no siempre florezca a la vista.
A veces me preguntan por qué lo hago. Por qué me implico. Por qué me expongo. Y no tengo una respuesta decorada. Solo sé que no puedo no hacerlo. Porque cuando has sentido el frío de no ser entendido, el vacío de no ser nombrado, el peso de no tener un lugar, cuando has caido y no hay nadie ayudándote a levantar, entonces sabes que tienes la obligación moral de evitar que alguien más atraviese esa misma sombra.
El activismo para mí es un compromiso profundo con lo humano. No nace del ruido, sino de la convicción. No vive en el ego, sino en la entrega. No busca fama, busca justicia. Y lo más importante: no pretende cambiar el mundo entero de una vez, sino transformar el mundo de alguien, aunque sea por un instante.
Hay quienes nos acusan de ser parte de un lobby, de un engranaje oscuro que mueve intereses o ideologías. Pero qué curioso que quienes hablan de lobbies jamás se han sentado a llorar con una persona que ha sido expulsada de su casa por decir a quién ama, que está al lado de una persona recién diagnosticada de VIH+, que está en urgencias sujetando la mano fuerte de alguien que acaban de darle una paliza. Qué curioso que no han estado en el hospital con alguien que no tenía a nadie más, o que no han sentido el nudo en la garganta al escuchar: “No sé cuánto más voy a poder vivir así, sin ser yo”.
El orgullo no nace de una estructura ni de una estrategia política. Nace del dolor convertido en fuerza. De la soledad transformada en abrazo. De las historias reales que me han tocado, que me han dolido, que me han marcado para siempre, y me he visto reflejado. Porque sí, yo también estuve en ese sitio. También necesité una mano que no llegó. También me sentí invisible, inadmisible, impropio. Y fue en ese momento —cuando el mundo me dio la espalda— que decidí que nunca más dejaría sola a una persona que sintiera lo mismo.
Por eso acompaño. No desde el juicio, sino desde el cariño. Desde esa zona intermedia entre el amor profundo y la responsabilidad que me otorga saber cómo se siente el abismo. Me sitúo entre dos aguas: la del afecto que arropa y la del recurso que rescata. Y ahí, en ese equilibrio frágil y poderoso, es donde se construye el verdadero activismo.
A veces me preguntan por qué sonrío tanto en las manifestaciones. Y es porque sé que, aunque aún haya mucho por lo que luchar, también hay muchísimo que celebrar. Cada vida salvada. Cada identidad nombrada. Cada abrazo sin miedo. Porque no celebramos que todo esté bien. Celebramos que, a pesar de todo, seguimos aquí.
Y es eso lo que muchas veces no se comprende: que el orgullo, lejos de la caricatura que algunos se empeñan en difundir, es un acto vital de resistencia. Es una celebración de la existencia en un mundo que demasiadas veces nos ha querido no existentes. Es la alegría que brota después del llanto, el baile que nace del duelo, la luz que emana de haber caminado demasiado tiempo entre sombras.
Fue en una tarde cualquiera, de esas en las que el pulgar se desliza por Tinder más por costumbre que por deseo real. Un chico me escribió. Educado, guapo, ingenioso. Tuvimos una conversación ligera, simpática. Me hizo reír un par de veces. Me propuso vernos esa semana, y le respondí con naturalidad que estaba en Madrid, en la manifestación del Orgullo, participando con mi colectivo.
Silencio.
Luego, una respuesta escueta, como quien arruga la servilleta tras una comida incómoda:
"Ah, no… yo paso de esas payasadas. No me va ese circo."
Tardé unos segundos en procesarlo. Esos comentarios que duelen no por lo agresivo, sino por lo profundamente decepcionante. Porque no venían de un político, ni de un troll de internet, ni de un señor en una tertulia de bar. Venían de alguien que también era gay. De alguien que, por su mera existencia, ya formaba parte de esta historia, aunque aún no lo supiera o no quisiera saberlo. Mi mente dijo "imbécil", mi corazón dijo "otro"
Respiré hondo. No por rabia, sino por tristeza. Y le respondí, quizás con demasiada vehemencia, o quizás con la exacta que merecía ese momento.
Le dije que el Orgullo no es un disfraz, es una trinchera. Que si hoy puede deslizar el dedo en una app, mostrarse con su cara real, besar a quien quiere en público y dormir tranquilo, es porque hubo —y aún hay— personas que se enfrentan a insultos, leyes injustas, agresiones y rechazo para que él y muchos otros puedan vivir con esa aparente normalidad. Que esa "payasada", como él la llamó, es la forma en la que el dolor se transforma en luz, la rabia en alegría, el silencio en tambor. Le dije que no hay nada más triste que despreciar la lucha que te da la libertad desde la comodidad de tenerla.
No volvió a escribirme. Supongo que le incomodé. O le confronté. O simplemente no le gustó ver en mí el reflejo de lo que él todavía no se atreve a aceptar: que no basta con vivir en libertad, también hay que defenderla.
Esa conversación me marcó no se si porque caminaba después del orgullo a las 4am casi 5 kilometros o por el propio comentario en si. Porque entendí que uno de los desafíos más difíciles del activismo no es solo convencer a quienes nos rechazan abiertamente, sino a quienes creen que ya no hay nada por lo que luchar. Aquellos que piensan que el Orgullo es solo pluma y ruido, sin saber que cada lentejuela carga una historia, cada bandera un duelo, cada carroza una revolución. Y yo, sinceramente, prefiero mil veces estar en ese “circo” de lucha y amor, que en el palco mudo del desdén disfrazado de respeto.
Quien ha estado dentro de un colectivo lo sabe: el activismo no es un espectáculo. No es una foto bonita ni una frase perfecta para redes. Es más bien un hervidero de ideas, de urgencias, de momentos caóticos, de silencios compartidos cuando se agota la energía y aún queda tanto por hacer. Es quedarse tarde, sin que nadie te lo pida. Es poner dinero de tu bolsillo para una pancarta o una merienda comunitaria. Es escribir protocolos, responder llamadas, abrazar llantos, improvisar soluciones.
Y, sobre todo, es hacerlo sin esperar nada a cambio.
Me conmueve profundamente mirar a mi alrededor y ver a mis compañeras, compañeros y compañeres, tan distintos entre sí, que vienen de tan lejos, pero con algo en común: todos hemos llegado aquí empujados por una historia personal. Una herida que se transformó en causa. Un rechazo que supimos convertir en impulso. Una invisibilidad que decidimos romper no solo por nosotros, sino por los que vienen detrás.
Hay quien fue echado de casa. Hay quien nunca tuvo una. Hay quien vivió años escondiendo su identidad para sobrevivir en su trabajo. Hay quien ha sido agredido, despreciado, ignorado. Hay quien vive con miedo en las calles. Hay quien vive escondiendo una enfermedad crónica. Y, aun así, ahí están. Ahí estamos. Con el corazón roto, pero firme. Con la voz temblorosa, pero alzada.
Porque eso es lo que nos mueve: no una ideología cerrada, ni un interés partidista, ni una moda. Lo que nos mueve es la convicción de que nadie debería pasar por lo que nosotros pasamos. Que ser no debería doler. Que amar no debería esconderse. Que vivir con dignidad debería ser lo normal, no el premio.
Cada reunión, cada evento, cada campaña que nace en nuestros colectivos es el resultado de muchas vidas puestas sobre la mesa. De historias reales. De biografías entrelazadas por una fe común: que se puede vivir mejor. Que merecemos más. Que no es utopía querer caminar por la calle sin miedo. Que ser es tan importante como estar, y estar es una forma de resistir, de sanar, de transformar.
Somos personas comunes haciendo cosas extraordinarias... imposibles!!!. Desde la humildad. Desde el cansancio muchas veces. Pero también desde la alegría de saber que nuestras acciones, aunque pequeñas, cambian realidades. Que ese granito de arena que aportamos hoy puede ser el cimiento del futuro de alguien.
Vivimos en tiempos muy extraños. Tiempos en los que los discursos de odio ya no se esconden, se normalizan. En los que quienes defienden la igualdad son tildados de radicales, y quienes propagan el desprecio se visten de libertad de expresión. Tiempos en los que parece que la historia quiere reescribirse desde la ignorancia, borrando las cicatrices de quienes lucharon para que hoy no tengamos que volver al armario, al silencio o al miedo.
Es como si una ola de involución nos rozara los pies cada vez que damos un paso. Como si el extremismo hubiera aprendido a disfrazarse de sentido común, de valores tradicionales, de necesidad de equilibrio. Pero lo que proponen no equilibra: desequilibra. No iguala: segrega. No protege: excluye.
Y ahí es donde entra nuestra tarea. No como mártires, sino como testigos lúcidos de nuestra época. Como personas que no se achantan ante la amenaza, sino que responden con presencia. Que no combaten con odio, sino con estructura. Que no retroceden ni un centímetro cuando ven avanzar la sombra, porque saben que cada derecho conquistado costó demasiado como para ser entregado al primer soplido de intolerancia.
Nuestra lucha no tiene calendario. No se limita a un mes con banderas colgadas ni a una semana de declaraciones institucionales. Por más que le joda a cierta presidenta "es un fastidio un mes de celebración". Nuestra lucha es diaria, constante, sin tregua. Porque sabemos que los derechos no se heredan: se defienden. Que el respeto no es automático: se construye. Que la igualdad no es un regalo: es una conquista.
Y necesitamos que la sociedad entera lo entienda. Que ser LGTBI+ no es una ideología, ni una provocación, ni una amenaza. Es simplemente una forma de ser. Tan válida, tan rica, tan necesaria como cualquier otra. Lo que aportamos es diversidad. Miradas distintas. Voces que enriquecen. Realidades que, en vez de dividir, suman. Porque si algo nos ha enseñado la historia es que toda sociedad que margina lo diverso se empobrece a sí misma.
Volver al pasado no es una opción. Y no lo es porque esta vez no vamos a dejar que nos arrinconen. Ya no cabemos en armarios ni en excusas. Ya no pedimos permiso para existir. Lo que exigimos es respeto, derechos, igualdad y oportunidad. Y lo hacemos con la cabeza alta, con la verdad en la boca y con la firmeza de quien no tiene nada que esconder y todo un mundo por transformar.
Después de todo, lo único que permanece es el amor. No el romántico, ni el de postal, ni siquiera el amor que espera reciprocidad. Hablo del amor como resistencia, como propuesta política, como energía que impulsa cada gesto de nuestro activismo. Amar en un mundo que insiste en dividir es una forma poderosa de revolución.
Y por eso seguimos. Porque creemos en la transformación. En la que empieza dentro, en lo personal, en lo que nadie ve, pero también en la que se proyecta fuera, en las instituciones, en las políticas públicas, en los modelos que diseñan el futuro. No queremos más leyes vacías ni más reconocimientos simbólicos. Queremos realidades que se toquen, derechos que se apliquen, vidas que se vivan con plenitud. Apoyar a las instituciones que escuchan, formar parte activa de los procesos, no es rendirse al sistema. Es tomarlo, habitarlo, y empujarlo desde dentro para que responda a quienes más lo necesitan. Porque si algo nos ha enseñado la experiencia, es que nada cambia desde la distancia. Cambia cuando lo miras de frente, cuando lo nombras, cuando lo enfrentas con ideas y lo ablandas con ternura.
Mi activismo no es perfecto, ni infalible, ni constante. A veces me agota, a veces me rompe, a veces me exige más de lo que tengo. Son muchas horas de trabajo que agotan, de morderme la lengua y de lidiar con personas que no están en sintonía en algunas ocaciones. Pero aun así, lo elijo cada día. Porque no es una bandera: es una forma de vivir. Porque no es una moda: es memoria. Porque no es un adorno: es necesidad.
Y porque sé que mientras yo esté aquí, alguien más sabrá que no está solo. Que hay manos que sostienen, corazones que laten al unísono, voces que gritan cuando él o ella ya no pueden.
Que amar no es una opción. Y desde luego, nunca ha sido algo de lo que avergonzarse.