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La telaraña del Líder

Un buen día comprendes que algo ha cambiado. Sientes ese clic casi imperceptible que marca el paso de una etapa a otra. Has conseguido evolucionar, o eso parece. Te concedes un minuto de reflexión y te crees diferente, especial, único. Una idea fugaz se apodera de tu voluntad y de pronto te ves con un objetivo claro y urgente. Aparece sin avisar, casi como un flechazo. En un parpadeo se convierte en tu todo: tu propósito, tu cruzada, tu sentido.

Lo más curioso es que todo estaba ya construido. Como si hubieses tropezado con una escalera preexistente y solo tuvieras que subir los peldaños. Pequeñas recompensas económicas, un poco de eco social, y esa sensación adictiva de sentirse “visto”. Vas cayendo, sin darte cuenta, en el pozo del autoengaño. El entorno te valida, te celebra. Eres importante, dicen. Eres referente, te aplauden. Y todo eso con apenas un puñado de frases bien colocadas, algunas fotos estratégicas, y esa habilidad para venderte como solución. Lo llaman liderazgo, pero lo que han moldeado es un personaje.

El mito se activa rápido. Basta mirar a través del Espejo de Osid —el que no muestra quién eres, sino lo que más deseas— para ver la figura reluciente del “líder”. Tan antiguo como la mitología griega, pero con el filtro de Instagram. Y ahí estás tú, posando.

En apenas unos meses ya cuentas con un equipo que te sigue. Has replicado la lógica de quienes te reclutaron: ahora tú también captas, instruyes, moldeas. Te conviertes en mentor, guía o, en la jerga actual, "coach de vida". El salto desde la incertidumbre hasta la autoridad ha sido breve, casi imperceptible. Pero eficaz.

Y es que no importa si eres político, comercial, asesor, influencer o community manager: la lógica es la misma. El contenido ya no interesa. Lo importante es la proyección. Ya no trabajas, ahora inspiras. Ya no haces, ahora simbolizas. Tu rostro es la marca. Tu voz, la consigna. Te has convertido en un producto llamado "tú". El personal branding ya no es una estrategia; es un disfraz que no te puedes quitar.

¿Y qué hay del contenido? Escaso. Lento. Repetido. Pero da igual, porque la forma ha vencido al fondo. Porque ahora “ser” es “parecer”, y lo viral es más importante que lo vital. Nos rodean mesías de medio pelo, expertos de Wikipedia, visionarios del trending topic, que arrastran con su verborrea a personas con fe, pero sin red.

Ahí están, invirtiendo sus ahorros, su tiempo, su energía… no en un proyecto, sino en una figura. En un humo bien iluminado. En un salvador de cartón piedra que se colocó en el lugar correcto con la sonrisa adecuada. Pocas cosas hay tan peligrosas como un carismático con ambición y sin contenido.

La política lo demuestra a diario. Hemos vivido durante años en la ilusión de que los representantes nos representaban, hasta que la crisis (la económica, la de valores, la de sentido) les arrancó la máscara. El político que antes era mediador hoy se autopercibe profeta. La estrategia de ocho años de ciclo no es una muestra de humildad, sino una previsión de cuándo empieza la caída del ídolo. Porque tarde o temprano, todos caen. La red se convierte en trampa. Y la telaraña empieza a tensarse.

Y mientras tanto, el liderazgo se convierte en espectáculo. Uno con aplausos, focos y aduladores. ¡Oh, los aduladores! Esa especie imprescindible que susurra al oído del líder justo lo que necesita para mantenerse en pie, aunque sea en falso. Pero cuidado, porque el adulador no es tonto. Vive de la sombra del líder, pero se alimenta del momento justo para saltar y ocupar su lugar. En esta danza parasitaria, la inteligencia no está en el foco, sino en los márgenes.

Y en esa estructura también habitan los técnicos. Los imprescindibles prescindibles. Los que construyen el castillo de naipes, pero no salen en la foto. Los que sostienen el proyecto con esfuerzo, mientras son apartados en cuanto se atreven a discrepar. Porque en la lógica del líder-dios, disentir es traición. Y basta una crítica para que el telón caiga sobre ti. Si no confías ciegamente, estás fuera. Porque el poder no tolera matices.

La danza entre líderes también es digna de estudio. Un cortejo silencioso donde nadie pisa el terreno del otro, no por respeto, sino por cálculo. “Yo te reconozco si tú me reconoces”, parece ser el pacto tácito. Y así se construyen jerarquías que simulan cordialidad, pero transpiran estrategia. Este ritual se repite en foros, platós, consejos de administración y cenas con micrófonos apagados. Un teatro que tiene más de zoológico social que de proyecto humano.

Y mientras tanto, ¿qué ocurre con el equipo, con la base, con el propósito? Se diluye. Porque un proyecto que depende de una sola cara está condenado a morir en cuanto esa cara se desgaste. Por eso los proyectos sólidos son aquellos liderados por equipos reales, con decisiones colectivas, con disensos saludables y voces diversas. Donde el “aquí mando yo” se disuelve en un “¿qué opinamos?”. Porque lo que permanece no es el ego, es el trabajo común.

Pero claro, nos educaron para competir, no para colaborar. Desde pequeños nos programaron para buscar la nota más alta, el primer puesto, la medalla. Y así llegamos a la adultez confundiendo liderazgo con supremacía, proyecto con protagonismo, grupo con coro de aplausos.

Por eso, cuando se alcanza el poder, es tan fácil convertirlo en dictadura. Basta con sentir que se tiene “la razón” y actuar en consecuencia. El poder desenmascara, decía Séneca. Y no hay nada más peligroso que darle una escopeta a alguien que no sabe para qué sirve.

Hoy más que nunca, políticos, empresarios y emprendedores viven atrapados en esta telaraña tejida con promesas, flashes y eslóganes. El ego, que puede ser motor, se convierte en trampa si no se sabe medir. Porque el ego inflado siempre explota, y cuando lo hace, no deja más que silencio y desilusión.

La telaraña está ahí, tendida y brillante. Y el líder, como una araña bien peinada, espera pacientemente. A veces no caza, solo seduce. Porque no necesita devorar. Solo necesita que caigas.

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